martes, 16 de octubre de 2012

Pepita y el conejo

A Flore


Era una noche triste, Pepita supo que el conejo había desaparecido. Según le dijeron, se encogió porque se había comido unas pastillas mágicas que encontró abandonadas en el baño por la mañana; las pastillas lo habían encogido hasta reducirlo a un tamaño tan pequeño que nadie podía verlo. Por eso Pepita estuvo caminando en puntas de pies todo el día, y regañó a su papá y a su tío (el dueño de las pastillas), porque caminaban despreocupados por la casa sin preocuparse de espichar a su conejo.

Cuando fue a acostarse trató de tener cuidado, pensando que quizá estaba escondido debajo de las cobijas y que tal vez si lo dejaba ahí, donde nadie lo encontrara, nadie podría hacerle daño. Pero no lo vio tampoco ahí.

Pepita se durmió pensando en que su conejo estaba perdido y aterrado en una inmensa selva de tapete y que alguien lo pisaría en algún momento.

Al día siguiente, en la casa de la abuela, Pepita y sus papás y su tío estuvieron almorzando. La abuela consoló a la niña por la desaparición del conejo y le aseguró que probablemente no había sufrido ningún dolor.

Pepita se acostumbró a la idea, y siempre guardó un recuerdo de su conejo. A veces miraba las esquinas de la casa y los recovecos, pensando que quizá su conejo estaría por ahí. Otro día cayó en cuenta de que aún el conejo siendo de ése tamaño, tendría hambre, y le dejó por un tiempo unos pedazos minúsculos de lechuga y zanahorias que evitaba comer del almuerzo y escondía en el bolsillo de su mameluco. Lo hizo pensando en que si le daba de comer, quizá creciera y lo pudiera ver. Pero un día la mamá la pescó dejando un pedacito de arveja y una minirodaja de habichuela, y la regañó porque luego ella tenía que recoger ese polvo de comida en los lugares más inaccesibles de la casa.

Para entonces Pepita perdió las esperanzas, su conejo no volvería a crecer, ni habría de aparecer.

Varios años después, cuando ya tenía 10 años, Pepa de nuevo en la casa de la abuela en un almuerzo recordó a su conejo y habló sin tristeza de él. Su abuela se rió, y le contó la verdad: Su conejo había sido el almuerzo aquél día en su casa.

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