Alucinado en medio de la desesperanza, con los bordes romos, la pelota rueda, el cubo se detiene por fin, desmoronándose por cada esquina.
Otro hombre le pidió ayuda para morir. Con los gestos de la mano le hizo entender que era sordo, que no entendía lo que le decía. Luego volteó su cuerpo y se marchó. El otro cayó en el piso sentado, con la luna bajo sus pies.
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Sordo a si mismo el hombre comenzó a mirar la cuerda que lo sostenía con una suerte de rabia. Había hecho mal el nudo.
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Un poco más adelante la roca lo esperaba con una sonrisa, como invitándolo a sentarse sobre ella, en vez de caer sobre ella.
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El vómito, ya cansado, lo miró inocente, como diciéndole que no tenía culpa de ése olor a cianuro.
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El filo de la cuchilla se rió del temblor de sus manos.
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Con el gas al cuello la ventana gritó su ahogo a los cuatro vientos.
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La pistola, en cambio, le mintió, el humo si era blanco.
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