miércoles, 24 de octubre de 2012

Levantamiento


Me imaginé la cara del tipo mirando por la ventana, metido con otros treinta entre un cuarto cerrado de unos nueve metros cuadrados, con una sola ventana al lado opuesto a la puerta. Lo vi callado, con un poco de susto y de desconfianza en la cara. Lo encontré con la corbata suelta pero aun colgada del cuello. Al ver sus pantalones rotos y sucios entendí que se había caído cuando lo hicieron bajar de la camioneta y que tuvo que pasar por un charco formado por las goteras que la estación de calle 39 tiene. También encontré que cuando llegó, algunos lo miraron con burla, pero otros con gusto. Y ésos le dieron unos golpes para después acariciarlo semidesnudo. Supe luego que tuvo que volver a vestirse adolorido y fue entonces cuando se decidió. Miró de nuevo la ventana y vio que no había forma de hacerlo por ahí.

Antes de que le quitaran el reloj, vio que eran las doce y media; así que entonces fueron como las dos y media de la mañana. Para él fue evidente que los que ya llevaban mucho tiempo ahí, habían aprendido a dormir parados; él no tenía sueño, estaba más alerta que nunca.

Seguro que fue entonces; cuando otro que no lo había visto le sonrió y comenzó a acercársele; comenzó a gritar como un loco, a empujar a todo el mundo, le metió un par de puños al marica que trataba de tirárselo y como entre cinco lo tumbaron al piso. Él no dejó de gritar mientras las patadas, y por fin lo sacaron a rastras y lo dejaron tirado en el patio, para que la lluvia lo tranquilizara. Le pusieron de nuevo las esposas amarrándolo a un pupitre.

Eran las cinco y treinta de la mañana, mas o menos, cuando con el pupitre le rompió la cabeza al auxiliar bachiller que estaba en la puerta, castigado por fumar cuando no debía. Con el pupitre siguió corriendo cuando se metió en el caño pensando esconderse ahí, y donde asustó a un indigente que lo sacó con la amenaza de una piedra que finalmente no tuvo fuerzas de tirar. El barro de las manos y las uñas es por tratar de subir del caño de nuevo a la calle, donde yo lo encontré tres horas después, cuando en el recorrido de la mañana hice el levantamiento del cadáver.

—Estaba en fuga, —dijo el oficial— por eso le disparé.

martes, 16 de octubre de 2012

Pepita y el conejo

A Flore


Era una noche triste, Pepita supo que el conejo había desaparecido. Según le dijeron, se encogió porque se había comido unas pastillas mágicas que encontró abandonadas en el baño por la mañana; las pastillas lo habían encogido hasta reducirlo a un tamaño tan pequeño que nadie podía verlo. Por eso Pepita estuvo caminando en puntas de pies todo el día, y regañó a su papá y a su tío (el dueño de las pastillas), porque caminaban despreocupados por la casa sin preocuparse de espichar a su conejo.

Cuando fue a acostarse trató de tener cuidado, pensando que quizá estaba escondido debajo de las cobijas y que tal vez si lo dejaba ahí, donde nadie lo encontrara, nadie podría hacerle daño. Pero no lo vio tampoco ahí.

Pepita se durmió pensando en que su conejo estaba perdido y aterrado en una inmensa selva de tapete y que alguien lo pisaría en algún momento.

Al día siguiente, en la casa de la abuela, Pepita y sus papás y su tío estuvieron almorzando. La abuela consoló a la niña por la desaparición del conejo y le aseguró que probablemente no había sufrido ningún dolor.

Pepita se acostumbró a la idea, y siempre guardó un recuerdo de su conejo. A veces miraba las esquinas de la casa y los recovecos, pensando que quizá su conejo estaría por ahí. Otro día cayó en cuenta de que aún el conejo siendo de ése tamaño, tendría hambre, y le dejó por un tiempo unos pedazos minúsculos de lechuga y zanahorias que evitaba comer del almuerzo y escondía en el bolsillo de su mameluco. Lo hizo pensando en que si le daba de comer, quizá creciera y lo pudiera ver. Pero un día la mamá la pescó dejando un pedacito de arveja y una minirodaja de habichuela, y la regañó porque luego ella tenía que recoger ese polvo de comida en los lugares más inaccesibles de la casa.

Para entonces Pepita perdió las esperanzas, su conejo no volvería a crecer, ni habría de aparecer.

Varios años después, cuando ya tenía 10 años, Pepa de nuevo en la casa de la abuela en un almuerzo recordó a su conejo y habló sin tristeza de él. Su abuela se rió, y le contó la verdad: Su conejo había sido el almuerzo aquél día en su casa.

viernes, 12 de octubre de 2012

Barro


Una vez sentada en la cama la mujer trató de levantarse, sus pies llenos de lodo quedaron atrapados en el suelo como si fueran aprisionados por grilletes pesados. Había llovido.

Durante toda la noche el río fue apoderándose de la casa, inundándola, humedeciendo la tierra del piso hasta hacerla una cosa blanda que se metía entre los dedos de los pies y despedía un olor a mierda de animales. La cama se hundía unos centímetros en el barro y estaba en medio del cuarto como si hubiera estado a la deriva en medio de la noche.

No había sol en la ventana, la luz era algo sin fuente fija que apenas iluminaba las cosas desordenadas del cuarto. Parecía que instantáneamente la tierra en una sacudida violenta lo hubiera desarreglado todo.

Comprendiendo la imposibilidad de poner de nuevo los pies dentro de las cobijas por su pudor natural, decidió incorporarse con la dificultad que eso conllevaba. El silencio del campo hacía que cada paso en el barro diera la sensación de estar pisando materia descompuesta.

No había pensado en la posibilidad de que el río dejara una capa de lodo muy por encima del nivel del suelo. Lo comprendió cuando sus manos trataron de abrir la puerta de la casa, y ante una ligera dificultad en el primer intento, tiró con fuerza en el segundo y una sacudida la empujó hacia adentro. Era mayor la cantidad de barro que se había apilado en la entrada, afuera de la casa, que aquella que había logrado entrar por las rendijas. Apenas pudo sostenerse en pie. Con la puerta abierta, su mirada se extendió por un campo gris en el que las vacas trataban de andar de manera incierta sin poder levantar ninguna de sus patas con seguridad, pues corrían el riesgo de hundirse más.

Todo parecía haberse detenido en un instante permanente en el que las cosas móviles hubieran desaparecido, y las que seguían ahí, se ubicaran realmente en otro sistema temporal más lento y dificultoso.

Ella misma comenzó a sentir que todo, incluso el cielo, incluso ella, estaba detenido en un momento eterno de inexistencia.

Luego volvió la lluvia y todo se desesperó en los mismos lentos movimientos. Resignadamente una de las vacas decidió hundir su hocico en el fango, e instantes después algo inmenso la invadió sin ninguna señal, comenzó a ladearse como un barco escorado, hasta caer suavemente quedando medio zambullida en esa masa espesa.

Perpleja, la mujer no trató de salir, arrastró los pies, consiente de la inutilidad de tratar de sacarlos para tener que volverlos a meter en el fango, y simplemente se sentó en el borde de la cama de nuevo.

El olor comenzó al día siguiente. Entonces comprendió que la vaca ya estaba muerta desde antes que sucumbiera y que seguramente a otros animales les había sucedido lo mismo.

No pensó en Troski, el perro que estaba amarrado a un árbol, principalmente porque el árbol ya no estaba. Después detalló las vacas y se dio cuenta que no eran las suyas, no era el paisaje que había tenido por quince años al frente de su casa.

Finalmente tomó un poco de ropa y una olla, porque el resto estaba sumergido en el fango, y salió de la casa deslizando los pies

viernes, 5 de octubre de 2012

No pasa


Aunque no es desesperante, hace calor esta mañana.


Aquí un poco de calor más allá de lo normal es apenas agradable, y no pasa de ser un motivo para quitarse la chaqueta o el saco y dejar ver la camisa blanca, inmaculada o no.


Al salir a la esquina veo que el reloj de la avenida marca la misma hora desde hace dos semanas. Son demasiado precisos mis pasos y mis movimientos a esa hora de la mañana, hasta el punto de parecer que los mismos carros pasan por la avenida exactamente en el mismo momento sin que se modifique su horario ni en un segundo. Los buses de los colegios llevan a los niños medio dormidos y sus caras, con pocas ganas de haber salido de sus camas, miran por la ventana a toda una bandada de adultos responsables.


Yo soy uno de ellos, uno que no se da cuenta de su estado.


Sigo mis pasos simplemente, como si fuera cosa de otra circunstancia distinta a mi voluntad que transcurre en recuerdos de sonrisas acariciables con los ojos. Pero los números del reloj me devuelven a la conciencia de la falta de conciencia, de verme mecanismo, objeto preciso y coordinado, parte de una falacia que aparece como vida, cuando realmente no es sino carencia de vida, cuando vida precisamente es todo lo contrario, o lo que se antepone a esto, es decir lo que mi mente se permite, aunque mi mente se permita cada vez menos, y otras cosas que no importan se metan en ella como gusanos que carcomen el tuétano para enconarse y convertirse en una alimaña pegajosa.

Pero sigo caminando, tan mecánico que la marcha de mis pies se va acomodando sola a las irregularidades del camino, que ya son regularidades, es decir, simplemente guías que se van sintiendo en las plantas. Miro al suelo entonces y trato de descubrir debajo del polvo de los demás zapatos que han pisado tantas veces el mismo polvo, e indefectiblemente me encuentro con la huella de mis zapatos, de mis zapatos nuevos que pisaron ayer el mismo piso, y me siento como si le pusiera a Heráclito el pie en la cara, cuando piso mi huella otra vez, y entonces, seguro de que no soy tránsito sino cosa y que la cosa se queda pase lo que pase, ya no me fijo, y sigo caminando cruzando la avenida sin mirar a ningún lado porque lo estoy viendo todo, en el tiempo y el espacio, y en ése momento el carro del escolta del ministro, que seguramente también piensa lo mismo, porque tampoco me ha visto, o me vio indiferente, deja una huella imborrable sobre mi.

miércoles, 3 de octubre de 2012

El escorpión se pica a sí mismo

(Ejercicio I)


Comía gelatina en la mesa de comedor de la casa. Eran las seis de la mañana, y el plato parecía una piscina rota de color morado. La pizza recalentada en el microondas soltaba un vapor raro, también había unas cuantas latas de cerveza apachurradas sobre la mesa. Su desayuno se parece al de un jugador experto de Battlefield.

Había celebrado solo. Y quizá era eso lo que había que celebrar. Lo demás eran triunfos de una operación simple que cualquiera habría podido realizar. No se sentía particularmente orgulloso de ello. En su cerebro estaba claro que no se trataba de un Pulitzer o un premio Nobel, ni siquiera una cosa así de este mundo, realmente era un premio dentro de una Universidad mediocre que se caracterizaba por formar abogados por toneladas. O sea que se trataba de un premio al mejor abogado chimbo de Bogotá. ¡Salud! Otra cucharada de gelatina, no fuera que le doliera la próstata.

Su pelo lacio y negro, pegado contra el cráneo parecía una sola masa tiesa acaramelada por la grasa que seguramente le transmite la pizza. Su altura de cuerpo entero parece derrotada en la mesa. En el televisor de la habitación retoza Jota Mario con las flacuchas de paso. Hay que ir a clase hoy también. Será obvio que anoche trasnochó preparando algún documento para un curso que tiene que dictar en algún lado.

–Doctor Alborán, –le dijo un profesor de la Facultad mientras se tomaban la copa de vino, –un premio así es muy merecido. Sin duda el apoyo de la doctora Rodríguez ha sido muy importante–. El recuerdo de la cara de su colega le recordaba la sonrisa espantosamente torcida de Selena, la doctora Rodríguez no se podía reír de otra manera, era como si una mitad de su cara no estuviera de acuerdo con la otra mitad.

El clon de sí mismo comenzó a mirarlo desde el espejo en el que se mira todos los días antes de salir a clase. Allá en el espejo, tenía corbata, un Hernando Trujillo lo hacía parecer decente, sonriente, orgulloso. Acá contra la mesa pensaba que el millón y medio de pesos que le daban por el premio no le alcanzaba para mayor cosa, y que afortunadamente la fiesta que hicieron después fue cerca a la Universidad, así, no pagó nada. Selena se había ido temprano después de unas cuantas cervezas, porque no podía llegar tan tarde a su casa, su marido la esperaba. Con esa plata se iba a comprar unas mancuernas de oro que había visto otro día. Por eso valieron la pena las últimas cervezas, las que se tomó sólo.

Todo estaba bien ¿cierto? Era el premio a la investigación. Él está en la academia, es su premio. Poco importa que haya sido la presión de sus amigos la que permitió que se lo dieran, el decano quería que fuera para él.

La receta de leche asada con vino que sirvieron en el cóctel posterior a la entrega del premio debía haber sido suficiente indicio de que no era el resultado de sus investigaciones lo que se premiaba. Era más bien como un concurso de Miss Universo, había que tener buena ropa. Selena sin ropa se veía peor, y aunque él era el elegido por ella, eso no era para sentirse orgulloso.

Pensó si mandaba enmarcar el cartón donde constaba el premio. Se desprendió de la mesa para recogerlo del piso. Lo miró con la tristeza con que mira al niño que le pide plata después de limpiarle el vidrio a la camioneta. Había que enmarcarlo.

lunes, 1 de octubre de 2012

La danza macabra

Alucinado en medio de la desesperanza, con los bordes romos, la pelota rueda, el cubo se detiene por fin, desmoronándose por cada esquina.

Otro hombre le pidió ayuda para morir. Con los gestos de la mano le hizo entender que era sordo, que no entendía lo que le decía. Luego volteó su cuerpo y se marchó. El otro cayó en el piso sentado, con la luna bajo sus pies.

...

Sordo a si mismo el hombre comenzó a mirar la cuerda que lo sostenía con una suerte de rabia. Había hecho mal el nudo.

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Un poco más adelante la roca lo esperaba con una sonrisa, como invitándolo a sentarse sobre ella, en vez de caer sobre ella.

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El vómito, ya cansado, lo miró inocente, como diciéndole que no tenía culpa de ése olor a cianuro.
...

El filo de la cuchilla se rió del temblor de sus manos.

...

Con el gas al cuello la ventana gritó su ahogo a los cuatro vientos.

...

La pistola, en cambio, le mintió, el humo si era blanco.