Una vez sentada en la cama la mujer trató de
levantarse, sus pies llenos de lodo quedaron atrapados en el suelo como si
fueran aprisionados por grilletes pesados. Había llovido.
Durante toda la noche el río fue
apoderándose de la casa, inundándola, humedeciendo la tierra del piso hasta
hacerla una cosa blanda que se metía entre los dedos de los pies y despedía un
olor a mierda de animales. La cama se hundía unos centímetros en el barro y
estaba en medio del cuarto como si hubiera estado a la deriva en medio de la
noche.
No había sol en la ventana, la luz era algo sin
fuente fija que apenas iluminaba las cosas desordenadas del cuarto. Parecía que
instantáneamente la tierra en una sacudida violenta lo hubiera desarreglado
todo.
Comprendiendo la imposibilidad de poner de nuevo los
pies dentro de las cobijas por su pudor natural, decidió incorporarse con la
dificultad que eso conllevaba. El silencio del campo hacía que cada paso en el
barro diera la sensación de estar pisando materia descompuesta.
No había pensado en la posibilidad de que el río
dejara una capa de lodo muy por encima del nivel del suelo. Lo comprendió
cuando sus manos trataron de abrir la puerta de la casa, y ante una ligera
dificultad en el primer intento, tiró con fuerza en el segundo y una sacudida
la empujó hacia adentro. Era mayor la cantidad de barro que se había apilado en
la entrada, afuera de la casa, que aquella que había logrado entrar por las
rendijas. Apenas pudo sostenerse en pie. Con la puerta abierta, su mirada se
extendió por un campo gris en el que las vacas trataban de andar de manera
incierta sin poder levantar ninguna de sus patas con seguridad, pues corrían el
riesgo de hundirse más.
Todo parecía haberse detenido en un instante
permanente en el que las cosas móviles hubieran desaparecido, y las que seguían
ahí, se ubicaran realmente en otro sistema temporal más lento y dificultoso.
Ella misma comenzó a sentir que todo, incluso el
cielo, incluso ella, estaba detenido en un momento eterno de inexistencia.
Luego volvió la lluvia y todo se desesperó en los
mismos lentos movimientos. Resignadamente una de las vacas decidió hundir su
hocico en el fango, e instantes después algo inmenso la invadió sin ninguna
señal, comenzó a ladearse como un barco escorado, hasta caer suavemente
quedando medio zambullida en esa masa espesa.
Perpleja, la mujer no trató de salir, arrastró los
pies, consiente de la inutilidad de tratar de sacarlos para tener que volverlos
a meter en el fango, y simplemente se sentó en el borde de la cama de nuevo.
El olor comenzó al día siguiente. Entonces
comprendió que la vaca ya estaba muerta desde antes que sucumbiera y que
seguramente a otros animales les había sucedido lo mismo.
No pensó en Troski, el perro que estaba amarrado a
un árbol, principalmente porque el árbol ya no estaba. Después detalló las
vacas y se dio cuenta que no eran las suyas, no era el paisaje que había tenido
por quince años al frente de su casa.
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