No es particularmente
gratuito que el encuentro con el idealismo romántico se produzca en repetidas
ocasiones dentro de la literatura hispanoamericana. Desde el surgimiento del
nacionalismo criollo en poéticas como la de José Joaquín de Olmedo se ha
definido la presencia de lo romántico en esta literatura en nacimiento, acorde
con las perspectivas del mundo intelectual occidental que suponía el triunfo
del idealismo sobre la mentalidad opresora europea, y que se verificaba en las
nacientes repúblicas americanas cuyas revoluciones y guerras de independencia
ligaban dicho idealismo con una realidad palpable. La literatura de la época
construye sus obras con las formas propias del romanticismo, prosiguiendo con
las figuras que lo caracterizaban, buscando un fin específico, el proporcionar
un sustento mítico, dicen algunos, a los pueblos en nacimiento. Así Olmedo
maneja toda una serie de figuraciones clásicas en las cuales los héroes de las
batallas de la independencia, particularmente Bolívar, se llenan de valores
cruzados por los mitos indígenas americanos y las figuras retóricas clásicas
homéricas; o en el caso de Andrés Bello, su reconocimiento de la naturaleza,
que busca afincar al hombre en su entorno, despertar su sentido de relación y
de pertenencia con la tierra, siguiendo parámetros del idealismo.
Pero algo falta, la
transposición de elementos del romanticismo a la literatura del principios del
siglo XIX carece de fuerza y no deja de ser un ejercicio que, ganada la batalla, se perderá en los fondos del costumbrismo y la retórica, pero quizá era ése su destino, pues no existía la posibilidad de tornar el pensamiento
hacia un idealismo, en un pueblo que acababa de liberarse por las armas y que
encontraba a la vuelta de la esquina lo irracional, lo mítico y lo fantástico
como una parte de su mundo, y no como un paraíso perdido.
No bastan entonces en las
cabezas de los intelectuales las bases figurativas de un idealismo, se requiere
además un pensamiento y sentir propio que tratará de ubicarse en la verdad de
los hombres del continente. Con un sentido local y propio, el modernismo
encuentra así una liberación de la forma de expresión y llega en el lenguaje a
una fuerza propia que sabe decir con el colorido necesario la realidad.
El modernismo se convierte entonces en la primera expresión propia de lo latinoamericano, aun cuando dicho concepto no
era palpable completamente. Encuadra en una visión a los pueblos
en crecimiento, brinda las bases literarias que permitirán luego tener las
nociones de la expresión para crear figuras del orden de las vanguardias de
principios del siglo XX, hasta llegar a un precursor como Felisberto Hernández, quien recién
salido de la vanguardia llega con la presencia de lo humano como puesta en
juego de la verdad, donde lo fantástico cumple el papel fundamental que no
revela hechos y acontecimientos de la contradictoria vida de América, sino que
aparece el hombre mismo. Un ciudadano, moderno, conflictuado, esquizoide, alucinado
con su propia mentalidad.
Felisberto es en tal sentido fundacional, pues obras como El Balcón, entre otras, presentan características inusitadas hasta el momento. Una emancipación de la realidad por la cual las cosas dejan de ser objetos inertes, para cobrar un ánimus particularmente roántico y propio. Ya no es la triste lluvia que cae al unísono con María que llora, es un balcón que se suicida porque su amada se enamora de otro.
Felisberto es en tal sentido fundacional, pues obras como El Balcón, entre otras, presentan características inusitadas hasta el momento. Una emancipación de la realidad por la cual las cosas dejan de ser objetos inertes, para cobrar un ánimus particularmente roántico y propio. Ya no es la triste lluvia que cae al unísono con María que llora, es un balcón que se suicida porque su amada se enamora de otro.
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