sábado, 11 de mayo de 2013

Sobre el romanticismo en Felisberto Hernández y la verdad de la fantasía.


No es particularmente gratuito que el encuentro con el idealismo romántico se produzca en repetidas ocasiones dentro de la literatura hispanoamericana. Desde el surgimiento del nacionalismo criollo en poéticas como la de José Joaquín de Olmedo se ha definido la presencia de lo romántico en esta literatura en nacimiento, acorde con las perspectivas del mundo intelectual occidental que suponía el triunfo del idealismo sobre la mentalidad opresora europea, y que se verificaba en las nacientes repúblicas americanas cuyas revoluciones y guerras de independencia ligaban dicho idealismo con una realidad palpable. La literatura de la época construye sus obras con las formas propias del romanticismo, prosiguiendo con las figuras que lo caracterizaban, buscando un fin específico, el proporcionar un sustento mítico, dicen algunos, a los pueblos en nacimiento. Así Olmedo maneja toda una serie de figuraciones clásicas en las cuales los héroes de las batallas de la independencia, particularmente Bolívar, se llenan de valores cruzados por los mitos indígenas americanos y las figuras retóricas clásicas homéricas; o en el caso de Andrés Bello, su reconocimiento de la naturaleza, que busca afincar al hombre en su entorno, despertar su sentido de relación y de pertenencia con la tierra, siguiendo parámetros del idealismo.

Pero algo falta, la transposición de elementos del romanticismo a la literatura del principios del siglo XIX carece de fuerza y no deja de ser un ejercicio que, ganada la batalla, se perderá en los fondos del costumbrismo y la retórica, pero quizá era ése su destino, pues no existía la posibilidad de tornar el pensamiento hacia un idealismo, en un pueblo que acababa de liberarse por las armas y que encontraba a la vuelta de la esquina lo irracional, lo mítico y lo fantástico como una parte de su mundo, y no como un paraíso perdido.

No bastan entonces en las cabezas de los intelectuales las bases figurativas de un idealismo, se requiere además un pensamiento y sentir propio que tratará de ubicarse en la verdad de los hombres del continente. Con un sentido local y propio, el modernismo encuentra así una liberación de la forma de expresión y llega en el lenguaje a una fuerza propia que sabe decir con el colorido necesario la realidad.

El modernismo se convierte entonces en la primera expresión propia de lo latinoamericano, aun cuando dicho concepto no era palpable completamente. Encuadra en una visión a los pueblos en crecimiento, brinda las bases literarias que permitirán luego tener las nociones de la expresión para crear figuras del orden de las vanguardias de principios del siglo XX, hasta llegar a un precursor como Felisberto Hernández, quien recién salido de la vanguardia llega con la presencia de lo humano como puesta en juego de la verdad, donde lo fantástico cumple el papel fundamental que no revela hechos y acontecimientos de la contradictoria vida de América, sino que aparece el hombre mismo. Un ciudadano, moderno, conflictuado, esquizoide, alucinado con su propia mentalidad.

Felisberto es en tal sentido fundacional, pues obras como El Balcón, entre otras, presentan características inusitadas hasta el momento. Una emancipación de la realidad por la cual las cosas dejan de ser objetos inertes, para cobrar un ánimus particularmente roántico y propio. Ya no es la triste lluvia que cae al unísono con María que llora, es un balcón que se suicida porque su amada se enamora de otro.

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