miércoles, 26 de septiembre de 2012

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Como seguía apretado entre esos dos ya no sentía mucho cansancio en las piernas, los hombros de los otros lo sostenían fuertemente. Era cierto que si uno de ellos se iba, podría correr el riesgo de caer de lado, pues era dudoso que sus miembros fueran capaces de volver a resistir su peso después de estar tanto tiempo inútiles.

Su suerte era la misma desde hacía ya demasiado tiempo, era poco probable que volviera a salir de allí. Estaba viejo, cansado, nadie lo miraba ya, aún cuando su aspecto era delgado, el gusto de las nuevas generaciones era engañoso, decían preferir a los flacos, pero ese gusto no se manifestó realmente en su favor. Nadie lo miraba jamás. Veía pasar miles de personas de todas las características, bullendo en ansias de conocer, con los ojos atentos al interior de las estructuras de metal. Pero no se detenían en él, no llamaba la atención. Era extraño además porque se conservaba entero, aunque revelaba su edad, estaba mucho mejor conservado que la mayoría de sus acompañantes. Los que estaban afuera eran los desgastados, los maltratados por impertinentes arañazos, con los cabellos de un color distinto al original, opacados por un tono entre amarillento y gris. Pero allá iban y venían en silencio de un lado a otro. Y él sin haber salido jamás, sin haber sido tocado por nadie.

Esperaba, no podía hacer nada más. Todo lo que sabía lo adquirió en un instante, eso era lo que daba a ofrecer, su cara demostraba todo. Era vacío. Los otros a su lado, también callados, ensombrecidos, se movían poco, pero ninguno llevaba tanto tiempo como él. Ellos salían a algo, alguien los limpiaba.

Fue quizá por esa quietud que todo comenzó así. Un momento, por cierto de mucho sol, sintió que en su pie derecho se introducía algo, era una diminuta aguja que comenzaba a perforar. Trató de moverse y cayó en cuenta que ya había perdido la movilidad de las piernas. El dolor cesó de golpe, por lo que finalmente decidió no darle importancia, pero más tarde notó que ya no era sólo una punzada, sino que se había extendido lentamente y que comenzaba a atravezarlo de parte a parte, lentamente, como un animal que se introduce en la piel y comienza a morder la carne avanzando sin ningún afán, como si fuera el único se había detenido a disfrutarla. Le corroía los miembros, dejando a podrir lo que el hambre no había devorado, la necrosis avanzaba. Desesperaba del dolor, y no podía gritar. Miraba con angustia a las personas que pasaban frente a él, esperaba a alguien que por fin se interesara y lo sacara de allí, que lo protegiera, lo curara, le quitara ese dolor.

La niña de cabellos dorados no lo había visto. El viejo de lentes se detuvo largo rato sobre él mirándolo son una sonrisa extraña, como recordando tiempos pasados, se alejó cojeando. El olor del adolescente de pelo largo se sintió desde lejos, pero igual pasó sin voltear por lo menos la mirada hacia ellos. Ya no podía más, no era el dolor solamente, era el miedo de que llegara a las partes importantes, que el animal las destruyera para siempre, que ya su importancia se acabara. Tenía miedo a perder su motivo de orgullo. Sentía cómo se acercaban las mordidas exquisitas, oía la lentitud de la digestión, los tiempos de reposo, los gozos de la reproducción de la familia. Eso lo aterró. En efecto ya no era un animal sino varios que se extendían en ramales distintos.

Los de al lado se comenzaron a dar cuenta de su malestar, trataban de alejarse de él en lo posible, comprendieron pronto cual era el motivo de su intranquilidad y su espanto creció, era seguro un contagio, no se iban a permitir eso. Era preciso saltar, arriesgar la vida a tener que morirse lentamente como él. El asco los alejaba, lo miraban con desprecio, ya no con lástima, se sentían amenazados y lo hacían sentir culpable de eso. Algunos incluso ya no lo observaban, aunque la curiosidad malsana los obligaba a desviar la mirada al pasar frente a él, se volvían rápido, tratando de olvidar semejante espectáculo deprimente.

Como era poco probable que se le permitiera conseguir algo mejor de lo que tenía en el momento, comenzó a hacer uso de él lentamente, como si fuera lo único (y quizá así lo fuera). No había mucho espacio, el resto se apiñuscaba contra él a su pesar, preocupados por otras cosas. Ese regalo era el más majestuoso posible. Lo recibió gustoso, irresponsable, vengativo. Alguien le prendió fuego.

Ajeno al ardor de sus miembros necrosados, se sintió purificado. Los gusanos del gorgojo que prudentemente había evitado la niña del cabello claro, ahora comenzaban a arder con él, en sus entrañas, las hojas se quemaban rápido, secas por el paso del tiempo, el resto se hizo cenizas.

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